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Marzo 12, 2015

 

Carta a mi ex novio maltratador

por Sonia Andrea Zoricic

 

 

Esta carta está dedicada a las mujeres que hemos vivido una relación violenta y nunca hemos podido decirle a la cara a nuestro ex, todo lo que hemos tenido que sufrir y superar. 

 

Nos importa tu opinión:

Cuéntale a tus amig@s:

"No sabía que era maltratada mientras estaba contigo."

 

No sabía que a eso le llamaban maltrato porque nunca me levantaste la mano, pero siempre me dabas en el centro del corazón con tus violentas palabras. 

Éramos jóvenes, no andábamos buscando enamorarnos pero ya nos habíamos cruzado en los pasillos de la facultad y nuestras miradas también. Sin embargo no nos encontramos realmente hasta mi viaje a Bolivia. A partir de ahí, sólo quería volver a cruzarte y conocerte. 

Todo empezó muy rápido a nuestro regreso a Buenos Aires. A las pocas semanas ya no podíamos negar lo que sentíamos el uno por el otro y nos veíamos todo lo que podíamos. Yo estaba en búsqueda de nuevos ideales, de nuevos grupos donde poder construir políticamente y vos ya tenías una opinión formada al respecto. Así, cuando comencé a participar en una radio comunitaria tu opinión de rechazo hacia la línea política de la radio fue tan clara como alejada de lo que yo quería para mí. Fue una de las pocas veces que tuve el valor para decirte: “Sino te gusta lo que hago, no tienes por qué estar a mi lado.”  Tu respuesta no existió, pero creo que en esa oportunidad entendiste bien cómo ibas a tener que hablar conmigo si querías convencerme de algo. Si algo te caracterizaba era tu inteligencia y la incapacidad para conectar con tus emociones. 

"Te amo y te lo doy todo. Incluso a mí misma."

 

A medida que avanzábamos en la relación, se iba minando mi confianza personal y mi amor ciego por ti me llevó a creer en tu palabra por encima de la mía y de la del resto del mundo. Me alejé de mi grupo de amigas y me sumé al tuyo…o bueno, al que vos creías “el adecuado”. Poco a poco me dejaba moldear por tu deseo de ser la mujer que vos eligirías a tu lado. Renuncié a mi tiempo personal, a mi espacio, mi familia, empecé a descuidar mis estudios y me dediqué a darte lo mejor de mí. Viajaba más de dos horas en autobús sólo para ir a verte, y luego me ignorabas mientras veías tus partidos de fútbol. Incluso una vez te pesqué mirando la tele mientras estábamos teniendo sexo.

Las discusiones se hacían cada vez más frecuentes. Cuando algo que yo decía o hacía no era todo lo que tú esperabas de mí, te frustrabas, te enfadabas y te alejabas sin darme lugar a un posible acercamiento. Sea en tu casa, en lo de tus familiares, en la calle, con amigos... siempre había algo que yo hacía que te producía tal rechazo que no podías soportarlo. Y yo te mostré mi parte más sensible, me abrí ante a ti por la confianza y tú supiste ver cómo empoderarte.

 

 

Me mostré culpable ante ti y a partir de ahí, poco a poco mi culpabilidad fue tu bastión para sentir que eras más poderoso que yo.

Tenía miedo de que te enojaras y te alejaras. Te amaba y quería estar contigo, pero tú me criticabas, me ridiculizabas si me equivocaba o no sabía algo que para ti era obvio o síntoma de ignorancia. 

El sexo era siempre hacia ti. 

 

Yo quería que disfrutaras y creía que debía entregarme pero me perdí de vista completamente. Un día, en un control ginecológico, la doctora me dijo: “Tienes dañado el cuello del útero”. Yo me llamé a silencio, pero no comprendí por qué hasta mucho tiempo después. El sexo contigo me dolía. Me hacías daño cuando ibas tan al fondo, y yo pensaba que si tenía que dolerme para darte placer, lo iba a aguantar, pero me estaba lastimando a mí misma y lo peor es que no me importaba. 

Recuerdo aquella vez que estabas nervioso por una discusión que mantuvimos mientras conducías. A veces canalizabas tu violencia conduciendo muy brutamente, y ese día no fue la excepción. Aceleraste y comenzaste a esquivar coches a lo loco y yo empecé a gritar de miedo. Te enfadaste porque te dije que habías puesto en riesgo mi vida. Decías que eso no era cierto y te enfadabas porque yo empezaba a tenerte miedo pero te diste cuenta que ese no era el camino para llegar a mi. Entonces te mostraste triste porque yo pensara eso de ti. Tu tristeza me convenció y una vez más volvi a creer que me amabas.

 

Yo sabía que habías tenido una infancia dura con un padre violento y ausente que engañaba a tu madre y que la dejó embarazada tres veces. Comprendía que tu niño interior estuviera muy dañado y creía que podía ayudarte. Pensaba que con mi amor íbamos a poder estar mejor y dejar atrás el pasado. Tu pensabas que yo te curaría de los pensamientos psicóticos que te perturbaban. Creías que estando con una mujer, amándola, esos pensamientos te dejarían en paz y ya no tendrías que preocuparte por ellos. Pero tu neurosis no se quitaba con una chica a tu lado y eso te hizo enfadarte más aún conmigo, porque yo no estaba "a la altura" para curarte. 

El final más difícil

 

Hacia el final de la relación, tu desgano y la falta de interés comenzaban a ser señales para mí, pero no me animaba a dar el paso. Cada conflicto creía que era una de las tantas crisis que habíamos tenido y estaba dispuesta a seguir luchando para reconstruir nuestra relación.

El día que entraron a robar a mi casa y que tú ni apareciste para abrazarme fue una gran tristeza para mi, pero me convencía de que debía ser fuerte por mis padres –para que no se asustaran- y que podía atravesar aquello yo sola.

Yo quería vivir contigo pero tu sólo pensabas en comprarte tu propia casa y me dijiste muy claramente que yo no formaba parte de tu proyecto. 

Mi último manotazo de ahogado fue el viaje a Uruguay. Todo intento que hacía por acercarme a ti, tú encontrabas un motivo para alejarme. Recuerdo que en el restaurante tú me hablabas y yo jugaba con un encendedor en mis manos mientras te oía atentamente, pero para tí eso era síntoma de distracción y no lo podías perdonar. Dijiste que no podías tener sexo con una persona que no te oía y ese viaje pasó sin pena ni gloria.

Al volver a Buenos Aires el buque demoró más de dos horas en entrar al puerto por una protesta. Yo no veía la hora de volver a mi casa y terminar con ese viaje odioso. Al llegar, nos encontramos con que mis padres habían estado esperando todo ese tiempo para recibirnos. Fueron tan amables que te acercaron a tu casa-mansión de San Isidro en coche. Recuerdo que al llegar a la puerta de tu casa te despediste, basjaste del choche y entraste a tu casa. No olvidaré el silencio incómodo que se generó entre mi papá, mi mamá y yo. Nadie dijo nada pero yo sabía que mis padres esperaban una invitación aunque sea a conocer a tu madre (ya hacía más de dos años que estábamos juntos) o a tomar un café. Pero tu no hiciste nada.

La furia comenzó a brotar dentro mío. Mis padres estaban felices de verme y no me dijeron nada, pero yo ya estaba cruzada.  Sé que tengo diferencias con mis padres pero ellos habían estado esperándonos sin protestar durante más de dos horas, con mucho amor, y tú no fuiste capaz de agradecerlo con una simple invitación que podía no haber sido en ese momento, pero si hubiera existido, aunque fuera de palabra, podríamos haberla concretado en otro momento. Me enfadé porque vi la buena intención de mis padres, y la falta de interés de tu parte. Yo ya había aguantado muchas y como estaba perdida y desconectada de mí no podía defenderme del daño que sentía, pero cuando vi que tu actitud de desinterés se extendía a mis padres, entendí que ya no iba a tolerarlo más.

Esa fue el último daño que dejé que me causaras. La primera vez que me sentía 100% segura de que tu actitud había sido deplorable y que no aguantaba más. Una semana después de nuestra última charla telefónica en la que te había dicho que reflexionaras porque yo asi no quería seguir, te dije de juntarnos.

Había ido a terapia para envalentonarme -comencé a ir con la idea de que yo era la del problema pero mi terapeuta me ayudó a ver que no era así-, y llegué dos horas antes de la hora que habíamos acordado.

 

 

Durante esas dos largas horas caminé nerviosa cultivando mi odio hacia ti, recordando todas y cada una de las cosas que me habías hecho y que aguantaba porque me creía enamorada.

 

Temblaba de bronca y dolor. Caminaba, lloraba… te odiaba.

 

Te vi llegar y fui directa con mis argumentos.

Me sentía de piedra, incapaz de desmoronarme.

 

 

Por primera vez te vi llorar como nunca lo habías hecho. Llorabas y sollozabas como un niño al que estaban abandonando y tú repetías una y otra vez que no podías cambiar. Yo te acariciaba pero no me apiadaba de ti. Estaba fija en mi postura y no iba a dar mi brazo a torcer ni un centímetro.

Entendimos que ese era el final y nos despedimos sabiendo que no volveríamos a vernos. Recuerdo la tristeza de la despedida, pero la sensación que más ha quedado grabada en mí fue la de los primeros pasos que di dejándote atrás. Al dejarte sentí que me liberaba de una mochila de piedras que venía cargando durante dos largos años. Me sentí liberada, liviana, triste, valiente y sola. No sabía si había hecho bien o si debería correr hacia ti. Pero no lo hice. Por fin lo entendí, y mi rabia me ayudó a mantenerme firme.

Recuerdo sentirme blanda, frágil, con una catarata de llanto atragantada.

 

¿Qué haría ahora?

¿Cómo podría salir adelante?

Uno de los grandes regalos que me dejó esta historia fueron tres increíbles amigas que aún a día de hoy están siempre a mi lado. Una de ellas me habló de un círculo de mujeres, el mismo que yo había conocido a mis 19 años en una meditación de Luna Llena. Alli volví en busca de apoyo. Ese círculo de mujeres fue luego la hermandad que me acompañó en mi recuperación, en volver a descubrirme y en encontrar la importancia del trabajo personal y espiritual. Fueron mis hermanas las que me ayudaron a transitar el dolor compartiendo también sus historias de vida. La decisión siempre estuvo en mí, y fui yo quien decidió dar cada paso, quien juntó fuerzas y mucho valor para salir de la oscuridad en la que estaba inmersa.

 

Allí aprendi que otra forma de amistad entre las mujeres es posible. De vez en cuando nace en mí una necesidad que expreso diciendo: “Me apetece estar entre mujeres”. Aunque no estemos hablando de nada profundo, aunque sólo nos estemos riendo o incluso en silencio, me apetece sentir la hermandad entre mujeres como un código de respeto universal por la idiosincrasia de cada una, respeto por el camino de la otra, por su vida, su dolor, por todo lo que cada una ES.

 

A día de hoy necesito poner en palabras lo que he vivido para cerrar las heridas y valorar todo el camino recorrido hasta llegar a donde estoy. Con mucho apoyo y dedicación personal, he podido reconsturirme y nutrirme del amor de la nueva familia que he formado en España. 

 

 

 

 

 

 

 

¿Te animas a compartir tu historia?

 

Siento que somos muchas las que hemos vivido relaciones violentas sin siquiera saberlo y que aún hoy en día toleramos actitudes machistas que nos perturban y limitan en nuestro desarrollo. 

Podemos hacer visibles estas historias. Somos nosotras las que podemos romper los silencios para que que esto no se siga repitiendo.

Visualizo espacios donde las mujeres de todas las edades se reúnan a hablar y cantarse sus verdades. Visualizo a niñas que escuchen con la mirada y los oídos atentos a las historias de las mayores. Visualizo un futuro donde las chicas adolescentes no elijen noviazgos violentos porque saben lo que es mejor para ellas.

Se necesitan muchas almas para cambiar la historia, pero cada granito de arena, por muy pequeño que sea, ayuda a crear consciencia. 

 

Anímate a compartir tu historia. Escríbenos a maimemujer@gmail.com y cuenta con nosotras para acompañarte hacia la luz. (Nota: tu identidad permanecerá oculta si así lo desearas).

 

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